En el ritual de la parrilla, el vacío ocupa un lugar de honor. Corte noble, jugoso, con ese equilibrio perfecto entre fibra, grasa y carácter. Pero incluso el mejor vacío puede perder su magia si no se respeta un gesto esencial: el reposo tras la cocción.
Al retirarlo del fuego, sus jugos —ricos en sabor, en alma— están en plena efervescencia interna, concentrados en el centro. Si se lo corta de inmediato, esa intensidad se pierde en el plato. Dejarlo reposar, cubierto apenas con papel aluminio durante unos minutos, permite que los jugos se redistribuyan y que el calor remanente termine de sellar su punto justo.
El resultado es una mordida firme, jugosa, donde cada fibra se deshace con respeto y sabor. Porque el vacío no se apura. Se espera. Se honra.

¿El maridaje? Un Malbec con cuerpo, de taninos sedosos y paso persistente. Idealmente, uno con paso por barrica, que aporte notas de vainilla, cuero y ciruela madura. También funciona muy bien un Cabernet Franc con acidez equilibrada, que limpie el paladar y deje que el corte brille.
Y si queres llevarlo al siguiente nivel, acompáñalo con papines asados en manteca de hierbas o una ensalada tibia de vegetales grillados y chimichurri de menta.